Estos pasados días, en la noche del 9 al 10 de marzo, se cumplieron setenta años del Holocausto de Tokio, uno de los bombardeos más destructivos de la historia. Cuando recordamos los bombardeos sobre el Japón, no tenemos mucha dificultad para fijar nuestra mirada en los iconos de los lanzamientos atómicos de Hiroshima y Nagasaki. Sin embargo, si aquellas dos bombas nucleares arrasaron en segundos esas dos ciudades, para apuntarlas en la negra lista de las mártires de la barbarie humana, no podemos pensar que el esfuerzo bélico contra el Japón se había limitado a eso. Aquellos dos lanzamientos simplemente supusieron el punto y final de un conflicto que no se sabía hasta entonces cómo y cuándo acabaría y en el que los Estados Unidos avisaron a los nipones de que solo quedaba una u otra opción: la rendición o las cenizas. Pero todo aquello comenzó antes, en el momento en que los B-29 empezaron a atacar ciudades enteras, pero no utilizando bombas convencionales, sino artefactos incendiarios. Tokio fue la primera de las ciudades en sufrirlo, un 10 de marzo de 1945.
Decíamos que las bombas atómicas, siendo las más famosas, fueron simplemente uno de los últimos eslabones de una cadena de bombardeos estratégicos que estaban a punto de aniquilar toda capacidad de respuesta del Japón. De ninguna manera voy a entrar en valoraciones morales sobre la manera de conducir una guerra. Porque todas las guerras, sin excepción, se conducen por cauces en las que la moral tiene valores relativos. La cuestión es que desde Washington, en vistas a la extraordinaria tenacidad japonesa, decidió acabarse con su resistencia, tal como había sucedido en Europa desde 1943, atacando desde el aire sus fábricas, sus comunicaciones y, en último extremo, sus ciudades. Para ello, los norteamericanos disponían del mejor avión de bombardeo disponible, el magnífico Boeing B-29 Superfortress, y del Archipiélago de las Marianas, desde cuyos enormes aeródromos podrían despegar y tener a tiro de piedra la metrópoli japonesa (Para tener una mejor perspectiva de las capacidades y operativa de este avión en el teatro de operaciones en el Pacífico, no estaría de más una visita al post que escribimos sobre El Martillo del Japón, B-29 Superfortress).
A principios de 1945, los resultados de los bombardeos estaban siendo mucho menos efectivos de lo esperado. Las Superfortalezas efectuaban los bombardeos a gran altitud (9.000 metros), ya que para eso habían sido diseñadas. El general Curtis LeMay, jefe del XXI Mando de Bombarderos, sabía que era necesario un cambio radical en los resultados. Así que decidió arrasar Japón con fuego. El fuego que distintos fabricantes norteamericanos habían ideado, un compuesto de gasolina gelatinosa que se llamaba napalm…
Le May retiró todo el armamento defensivo de sus Superfortalezas, y a sus artilleros, a excepción de los de cola, con el fin de aligerarlas y permitirles llevar más cargamento ofensivo. Además, y por otro lado, las operaciones de bombardeo se efectuarían de noche y a alturas de 1.500 a 1.800 metros. Y los aviones no volarían en formación, sino individualmente. Quedaba claro que tras el relativo fracaso de los bombardeos de precisión sobre las fábricas niponas, Le May decidió jugárselo a la carta más alta: la alfombra de fuego. Y el primer ataque sería contra Tokio.
A las 20:15 horas del 9 de marzo de 1945, 334 fortalezas, cargadas con bombas incendiarias de napalm AN-M47 y contenedores de racimo M-19 con pequeñas AN-M69 habían despegado de sus bases de Guam, Saipan y Tinian, volando en tres hileras paralelas, en dirección a Japón. Antes habían despegado los B-29 exploradores, cargados con bombas de treinta kilos de napalm. Cuando alcanzaron Tokio, a 1.500 metros de altura, se encontraron un cielo bastante despejado, y procedieron a señalar, con una X de fuego, el centro de la ciudad, mediante el lanzamiento de aquellas diabólicas bombas de forma lineal. Se marcó un área densamente poblada, de 8 por 4 kilómetros, con zonas residenciales y también distritos comerciales e industriales. Poco después llegaron las Superfortalezas, pasando de tres en tres cada minuto. Con un nuevo sistema temporizador, llamado intervalómetro, las terroríficas bombas incendiarias caían cada quince metros, con matemática precisión.
Las oleadas siguientes lanzaban contenedores de gasolina que se mezclaban con el napalm, sumadas a bombas incendiarias de magnesio. Pronto las llamas empezaron a extenderse y en media hora, el incendio provocado estaba totalmente fuera de control, con vientos huracanados que devoraban las abigarradas construcciones de madera de los barrios. El holocausto alcanzó temperaturas de casi mil grados, haciendo hervir el agua de los canales que cruzaban la ciudad.
Los B-29 siguieron llegando imperturbables durante casi tres horas. Los últimos en pasar iban cubiertos de hollín y sus pilotos tenían que hacer grandes esfuerzos para mantenerlos nivelados, con las enormes turbulencias que el fuego provocaba, que olía a madera y carne quemada. Soltaban las bombas, viraban y ascendían rumbo a las Marianas. Tan solo se perdieron 14 aviones y otros 42 sufrieron daños de diversa consideración.
Fue la catástrofe urbana provocada más destructiva que se conocía, solo superada por los terremotos de Yokohama y Tokio de 1923. Casi la cuarta parte de los edificios de Tokio desaparecieron y murieron 83.783 personas. Más de un millón quedó sin hogar. Se tardó casi un mes en remover todos los cuerpos ennegrecidos. Gracias a las fotografías de reconocimiento, se calculó que se habían arrasado 41 kilómetros cuadrados de la enorme capital. El bombardeo había sido un gran éxito para los norteamericanos, que a partir de ese momento prepararon una lista de ciudades con objetivos industriales que serían arrasadas de la misma manera. La campaña iniciada en Tokio y continuada en Nagoya, Osaka o Kobe solo concluyó meses más tarde porque las existencias de material incendiario estaba casi agotado.
Mientras tanto, la capacidad de los japoneses de defenderse cayó en picado. Las industrias quedaron paralizadas y muchos civiles huyeron al campo. Las tormentas de fuego eran un peligro tan real y tan cercano que la moral se hundió. El efecto buscado se consiguió sin duda alguna. Y para clarificar lo que había sucedido en aquella noche, el XXI Mando de Bombarderos emitió un comunicado en el que aseveraba que «El objetivo de estos ataques no era bombardear indiscriminadamente a la población civil. Por el contrario, el objetivo era destruir los blancos industriales y estratégicos concentrados en las áreas urbanas». Lo curiosamente macabro es que tenían razón. Más aún, quizás debería reflexionarse lo que aquello quiso decir. Ni más ni menos que este terrible Bombardeo de Tokio preparó a los militares, a los políticos y a la población norteamericana para el nuevo escenario que se avecinaba en Hiroshima y Nagasaki.
Especificaciones Boeing B-29A Superfortress:
- Origen: Boeing Airplane Company.
- Planta motriz: Cuatro motores radiales de 18 cilindros en doble estrella y turbocompresores accionados por los gases de escape Wright R-3350-23 Duplex Cyclone, refrigerados por aire, de 2.200 hp. al despegue cada uno.
- Dimensiones: Envergadura: 43,5 m. Longitud: 30,2 m. Altura: 8,46 m.
- Pesos: Vacío: 33.795 kg. Máximo al despegue: 61.240 kg.
- Prestaciones: Velocidad Máxima: 575 km/h. Velocidad de crucero: 467 km/h. Velocidad de trepada: 4,6 m/s. Techo de servicio: 10.973 m. Alcance en combate: 5.230 km. Alcance en ferry: 9.000 km.
- Armamento: Torreta accionada eléctricamente con cuatro ametralladoras Browning M2 de 12.7 mm sobre el morro. Torretas con dos ametralladoras de 12.7 mm cada una en posición posterior dorsal y posterior ventral y dos ametralladoras de 12.7 mm y un cañón M2 de 20 mm en posición de cola. Carga máxima de bombas: 9.000 kg en bodegas internas.
- Tripulación: 10-14.
Bibliografía consultada:
Angelucci, E.; Matricardi, P. (1979). Aviones de todo el mundo. Tomo IV: La Segunda Guerra Mundial (II parte). Madrid: Espasa-Calpe.
Berger, C. (1976). B-29. La superfortaleza. Madrid: Editorial San Martín.
Dorr, R.F. (2002). B-29 Superfortress Units of World War II. Oxford: Osprey Publishing Ltd.
Hastings, M. (2008). Némesis. Barcelona: Editorial Crítica.
Mondey, D. (1996). American Aircraft of World War II. Londres: Chancellor Press.
VV.AA. (1986). Guía ilustrada de bombarderos de la Segunda Guerra Mundial (I). Barcelona: Ediciones Orbis.
Wheeler, K. (2009). Bombarderos sobre Japón. Barcelona: Ediciones Folio.