Seguramente ninguno de los protagonistas de la hazaña se dio cuenta en aquel momento de que iban a revolucionar no solo la historia de la aviación, sino también las reglas del juego de la Guerra en el Mar y casi, de los conflictos venideros. El pasado 18 de enero se cumplieron 114 años del primer aterrizaje de un avión en un buque. Lo que surgió de una aventura, un reto, y una demostración de la valía de aquellas frágiles máquinas de madera y tela, diseñadas y pilotadas por valientes y entusiastas pioneros de la aviación, pasó a abrir un nuevo campo en la ingeniería naval, y en menos de una década después, empezaban a surgir en las mejores marinas del mundo la nave que se convirtió en capital del poder naval: el portaaviones.
Un día como aquel pero del ya lejano 1911, el joven piloto Eugene Burton Ely subió a la rudimentaria cabina de su frágil Curtiss Model D (o Curtiss Pusher), un biplano con hélice impulsora y 40 hp de potencia en el Hipódromo de Tanforan, adaptado como improvisado aeródromo y situado en la península de San Francisco, en California. En la toldilla del crucero acorazado USS Pennsylvania (ACR-4), anclado en la bahía, se había dispuesto una plataforma de 30 metros de longitud y 10 de ancho, atravesada de banda a banda por 22 tensores sujetos por sacos de arena. Ely había dispuesto tres ganchos en el tren de aterrizaje triciclo de su avión, con el fin de ir enganchándose a los tensores y detener el Curtiss al final de la plataforma. Por último, en caso de que todo fallara, se había dispuesto un grueso toldo para frenar. El Pusher despegó y se aproximó por la popa al crucero, con una velocidad de aproximación de sesenta kilómetros por hora, algo por encima de lo calculado debido al viento de cola. Ely vira y corta los gases. El biplano tocó en la plataforma y enganchó en el duodécimo retén, quedando detenido completamente 25 metros después. ¡Era la primera vez que un avión aterrizaba en un barco!